Bienestar psicológico de los adolescentes en función de la estructura familiar
por Nelson Valdés Sánchez
Un divorcio es siempre percibido como una situación traumática tanto para la pareja que da por terminada su relación física y afectiva, como para los hijos que experimentan la pérdida significativa de la estabilidad familiar de diversas maneras. Y se ha observado que cuando el divorcio se da en malos términos sin proteger a los hijos del conflicto producido, se genera una desorganización familiar. De hecho hay padres que llegan a utilizar a los hijos para sacar alguna ventaja del conflicto, o bien, tienden a desligarse de sus responsabilidades y tareas parentales en la crianza de los hijos. Sin embargo, cuando el divorcio se vive como una etapa más del ciclo vital, se tiende a proteger a los hijos aún cuando se experimenta dolor por la pérdida.
La desintegración familiar ha aumentado significativamente en los últimos años, lo que ha motivado a los investigadores a determinar de qué manera la experiencia de divorcio durante la infancia está relacionada con la salud subjetiva y conductual durante la adolescencia. Breidablik & Meland (1999) encontraron diferencias significativas en relación a un grupo de adolescentes miembros de familias con padres divorciados, en los que se presentaban quejas físicas y emocionales, menor bienestar psicológico, un desempeño menos eficiente, así como una mayor presencia de conductas de riesgo como el hábito de fumar. Concluyeron que la experiencia de divorcio para los hijos durante la infancia representa un evento estresante significativo con consecuencias en la salud mental durante la adolescencia. Y que dichas consecuencias deben ser consideradas al momento de planificar programas de prevención para este tipo de población. Eso sin mencionar que existen etapas y tareas durante el desarrollo psicosocial normal de los adolescentes, que se ven afectadas por el divorcio de los padres (Steinman & Petersen, 2001).
En el presente ensayo vamos a centrarnos específicamente en las reacciones emocionales de los adolescentes, ya que los dos casos atendidos en el Centro Psicológico (CEPUC) provienen de familias con padres separados, lo que de alguna forma ha influido en su proceso de individuación. En el caso de Jorge (22 años) la separación de sus padres se dio en buenos términos, no así en el caso de María (21 años) donde la separación se llevó a cabo en un ambiente poco favorable, presentando síntomas depresivos desde hace más de dos años. Uno de los motivos que trajo a María a la consulta fue justamente la pena que aún le produce la ausencia del padre en el hogar y la responsabilidad que siente con todos los miembros de la familia por ser la hermana mayor. Así como también el hecho de ser utilizada por ambos padres para comunicarse mensajes de un lado para otro desde la separación, situación que le es muy incómoda y que enfrenta sola ante la indiferencia de sus hermanos.
Como veremos a lo largo de este ensayo, son muchos los factores que aumentan la vulnerabilidad de los adolescentes para presentar problemas físicos y psicológicos después del divorcio de los padres: la ausencia del padre, conflicto entre los padres, problemas económicos, estresores de la vida diaria, adaptación de los padres y la duración de la crisis. (todos ellos presentes en el caso de Maria, mas no en el de Jorge). Thompson (1998) analizó los problemas sociales y clínicos en un grupo de adolescentes con padres divorciados utilizando el enfoque sistémico, con el propósito de explicar dicha vulnerabilidad e identificar las intervenciones más apropiadas para promover la salud mental en esta población. Entre otras medidas recomienda la mediación durante las distintas etapas del divorcio, las remisiones tempranas y la terapia entre hermanos (sibling therapy), así como la implementación de programas en los centros educativos con el objetivo de identificar a aquellos estudiantes que requieran de este apoyo. Coincidiendo con Emery & Laumann-Billings (1998) en la necesidad de asistir a estos jóvenes y a sus familias durante las distintas etapas de transición.
Spruijt & Goede (1997) decidieron realizar una investigación para estudiar los efectos del divorcio en la dinámica familiar, con variables como la estructura familiar, la salud física y mental, las ideas de suicidio, el bienestar psicológico y la situación laboral en un grupo de adolescentes; de acuerdo a cuatro tipos de estructuras: familias intactas y estables, familias intactas y con conflictos, familias con un solo padre, y familias reconstruidas. Los adolescentes miembros de familias divorciadas presentaron más problemas relacionales y experiencia de desempleo en relación a aquellos miembros de familias intactas y estables. Estos resultados no fueron tan significativos en los adolescentes miembros de familias intactas y con conflictos, así como en las familias reconstruidas. Resultados muy similares a los encontrados por Forehand, Armistead & David (1997), en donde los resultados demostraron ante todo una interrupción en los procesos familiares.
McCurdy & Sherman (1996), también estudiaron el efecto de la estructura familiar en el proceso de individuación de acuerdo a tres tipos de estructura: familias intactas; padres divorciados, con la custodia materna y sin volver a contraer nupcias; y familias divorciadas, con la custodia materna y con un nuevo matrimonio. Los componentes del proceso de individuación analizados fueron el apego a los padres, conflictos para lograr la independencia, timidez, identidad, y autoestima. Los resultados sugerían que los adolescentes miembros de familias intactas se percibían a sí mismos con más conflictos de independencia pero con más relaciones emocionales positivas con sus padres, que aquellos pertenecientes a familias divorciadas o reconstruidas. Como veremos más adelante, el apego, la identidad y los conflictos para lograr la independencia de los padres, estuvo asociada con la autoestima.
Otra línea de investigación sugiere que no es la configuración familiar lo que determina la efectividad del funcionamiento familiar y el bienestar psicológico de los adolescentes, sino el estilo de relación parental (McFarlane, Bellissimo & Norman, 1995) y los conflictos de la pareja previos al divorcio (Kelly, 2000). Devine & Forehand (1996) realizaron una investigación para analizar la relación entre algunos factores de la pareja (satisfacción conyugal), y algunos factores relacionados con los hijos (número de hijos, la presencia de un hijo varón, los niveles de ansiedad en los hijos y problemas de conducta) que pudieran ser predictores de una situación de divorcio. No se encontró entre los factores relacionados con los hijos, ninguno que pudiera ser considerado como predictor del divorcio; sin embargo, la baja satisfacción en la relación conyugal fue un alto predictor.
Caspi & Elder (citado por Amato & Booth, 2001) también encontraron que los conflictos de pareja estaban asociados con un elevado número de problemas de conducta en los hijos pequeños. Y que posteriormente, cuando adultos, experimentaban problemas con las relaciones interpersonales, afectándose negativamente la calidad de sus propios matrimonios. Esto se debe al hecho de que los niños aprenden una variedad de conductas interpersonales a través de la simple observación de los modelos adultos, lo que se evidencia en la utilización de estrategias similares para la resolución de conflictos tanto en padres como en hijos (Dadds, Atkinson, Turner, Blums & Lendich, citado por Amato y Booth; 2001), en los estilos afectivos similares (Katz & Gottman, citado por Amato & Booth, 2001), y en la tendencia a presentar niveles similares de rabia (Jenkins, citado por Amato y Booth, 2001).
En este sentido, los conflictos de pareja entre los padres son considerados un factor de riesgo por ser un estresor que actúa directamente sobre los hijos, porque los hijos muchas veces se atribuyen la culpa de los conflictos entre los padres, y porque los conflictos de pareja muchas veces vuelve a los padres menos afectivos y más críticos con los hijos (Davies & Cummings, citado por Amato & Booth, 2001). Esto explica, como veremos más adelante, por qué existe un aumento de síntomas depresivos en los hijos, no sólo durante la infancia sino a lo largo de la vida. Lo planteado anteriormente nos lleva a considerar un aspecto relevante, y es que existe suficiente evidencia empírica que demuestra que la calidad de las relaciones de pareja es transmitida a través de las generaciones. Pareciera existir una correlación entre la percepción del propio matrimonio y la percepción del matrimonio de los padres, por lo que, aquellas personas que tuvieron padres infelizmente casados tienden a presentar un mayor número de problemas en sus propios matrimonios (Amato & Booth, 2001).
Partiendo del supuesto de la transmisión intergeneracional, las investigaciones han reflejado el hecho de que el divorcio de los padres es un factor de riesgo que afecta la percepción de los hijos en cuanto a su propio matrimonio, aumentando la posibilidad de repetir la situación de divorcio. Aún cuando esta conclusión puede resultar prematura, ya que no todas las parejas que optan por un divorcio han tenido un período considerable de conflictos previo a este. No obstante, según la investigación realizada por Amato & Booth (2001), pareciera existir algunas conductas de los padres que pueden ser consideradas predictoras de problemas en el matrimonio, como los celos, la dominancia, las rabietas, la crítica constante y los estados de humor, entre otros.
Por otro lado, existen algunos factores que durante la infancia, y ante la presencia de un divorcio, generan una depresión durante la adolescencia (Palosaari & Aro, 1995). Palosaari, Aro & Laippala (1996), concluyeron que la baja autoestima durante la edad de 16 años era un factor que hacía más vulnerables a los jóvenes para desarrollar síntomas de depresión, indistintamente del género. Se observó que entre las hijas mujeres, los efectos a largo plazo estuvieron asociados a la baja autoestima y a la falta de acercamiento con el padre. Sin embargo, cuando la relación con el padre era estrecha disminuía el riesgo de desarrollar síntomas depresivos. A su vez, no se observó relación entre la baja autoestima, las relaciones poco satisfactorias con los padres y la depresión en los hijos hombres después de un divorcio.
Recientemente, numerosos estudios epidemiológicos han analizado aquellos elementos de dolor y apoyo al dolor que se presentan indistintamente de la situación de pérdida (Marwit & Carusa, 1998), lo que ha permitido demostrar que los trastornos depresivos tanto en niños como en adolescentes, son más comunes de lo que se piensa. Por esta razón, decidimos incluir algunas de las últimas contribuciones en materia de depresión en adolescentes, ya que muchas veces se subestiman las consecuencias a corto y largo plazo de este trastorno (Laget, 2000).
Se ha podido demostrar empíricamente, que los trastornos depresivos parecen aumentar con la edad, y que los adolescentes logran adaptarse a la experiencia de depresión de manera distinta, según el género. Price & Lavercombe (2000) llevaron a cabo un análisis de regresión al respecto y observaron que los patrones de relación eran diferentes en hombres y mujeres. En base a los resultados concluyeron que los varones tendían a externalizar, pero no se pudo aceptar la hipótesis de que las mujeres tendían a la internalización. Más adelante veremos nuevamente este hecho, cuando citemos las investigaciones más recientes en relación a las estrategias de afrontamiento utilizadas por este tipo de jóvenes.
Se ha observado que la respuesta de los hijos ante la separación de sus padres va a depender entre otras cosas de la edad, ya que su forma de percibir la situación será distinta. Por ejemplo, alguien de 3 años puede que no comprenda lo que sucede y llegue a sentirse culpable de la separación de sus padres, mientras que alguien de 10 años refleje sus sentimientos en una baja del rendimiento escolar. Por otro lado, los adolescentes tienen edad suficiente para entender más la separación de los padres, sin embargo experimentan las mismas emociones que experimentan los niños más pequeños; y muchas veces se debe a que desconocen las razones verdaderas por las que sus padres decidieron separarse. Lo cierto es que, común a todas las edades existe la mayor parte de las veces un grado de alteración emocional y conductual.
Fergusson & Woodward (2002) realizaron un estudio longitudinal con un grupo de jóvenes diagnosticados con depresión durante la etapa de adolescencia media (14-16 años). De acuerdo a los resultados, concluyeron que un diagnóstico de este tipo y a esa edad, aumentaba significativamente el riesgo de padecer una depresión mayor en la adolescencia tardía (16-21 años), así como desórdenes de ansiedad, dependencia a la nicotina, abuso o dependencia al alcohol, intentos de suicidios, bajo desempeño académico, desempleo y una paternidad temprana. Estos resultados confirman los encontrados por Sampson & Mrazek (2001), acerca del riesgo significativo de recurrencia durante la edad adulta debido a un trastorno de depresión durante la adolescencia.
En lo que respecta al caso de nuestra paciente depresiva, logramos encontrar evidencia teórica que puede llevarnos a asociar sus síntomas depresivos con una falta de individuación y un apego inseguro con representaciones parentales negativas. Esta hipótesis nos la planteamos en base al modelo formulado por Milne & Lancaster (2001), que explica la relación entre variables como el proceso de individuación, conflictos interpersonales, autocrítica, estilos de apego, representaciones parentales y síntomas depresivos, todas ellas involucradas en el proceso de desarrollo psicológico en los adolescentes.
Aún cuando en el caso de María no se tiene información acerca de intentos de suicidio entre sus antecedentes, consideramos la posibilidad de que mínimo se hayan presentado ideas al respecto (Sampson & Mrazek, 2001). No perdemos de vista el hecho de que las conductas suicidas son una de las causas de muerte más frecuente a esta edad (Laget, 2000).
Essau & Petermann (2000) lograron identificar algunos de los factores de riesgo asociados a este trastorno tales como: algún tipo de psicopatología en los padres, disfunción familiar y eventos de la vida negativos. De esta forma, la depresión frecuentemente se veía acompañada de otros trastornos y de la tendencia a que se volviera un trastorno crónico. En esta misma línea de investigación, Shiner & Marmorstein (1998) estudiaron una muestra de adolescentes gemelos cuyas madres tenían un trastorno de depresión, y se evaluó el funcionamiento familiar en base a las siguientes condiciones: adolescentes depresivos con madres depresivas, adolescentes depresivos con madres no depresivas, y un grupo control conformado por adolescentes no depresivos. Los resultados indicaron que un gran porcentaje de adolescentes deprimidos tenían madres deprimidas, lo que resalta la importancia de considerar la depresión de los padres en el tratamiento de los adolescentes con este mismo trastorno. Y subraya el hecho de determinar los patrones de interacción familiar, sobre todo en aquellas familias con más de un miembro con este tipo de trastorno.
Es necesario mencionar en este punto que la madre de María estuvo en psicoterapia por un diagnóstico de depresión igualmente. Y recientemente ha sido posible determinar que uno de los factores que permiten predecir con más apoyo empírico la depresión en adolescentes, es la presencia de una madre depresiva. Hammen & Brennan (2001), después de controlar los síntomas y ciertas variables psicosociales, observaron que los hijos depresivos con madres depresivas mostraban significativamente más conductas y pensamientos negativos que los hijos depresivos con madres no depresivas. En este sentido, nuevamente se utiliza una perspectiva de transmisión intergeneracional para explicar cómo la presencia de una madre con diagnóstico de depresión, tiende a generar síntomas de depresión en los hijos. Estos se reflejan por un lado en la dificultad para establecer relaciones interpersonales, y por el otro en una disfunción cognitiva acerca de sí mismos y del mundo.
Garber, Keiley & Martín (2002) plantearon un diseño de investigación que incluía el género y la presencia de una madre depresiva en un grupo de adolescentes con trastorno depresivo. Encontraron que las mujeres demostraban un mayor aumento de los síntomas depresivos en relación a los hombres; y que aquellos adolescentes con madres depresivas tuvieron inicialmente más síntomas, que aquellos con madres sin un diagnóstico de depresión. Sólo cuando se controlaron estas dos variables, fue posible predecir significativamente los niveles iniciales de síntomas depresivos a partir de las atribuciones negativas y los estresores.
Se ha utilizado por mucho tiempo la teoría del apego para explicar los desórdenes de personalidad, partiendo de la premisa que existe una estructura común a ciertos estilos de apego y ciertos desórdenes de personalidad. Brennan & Shaver (1998) evaluaron un grupo de adolescentes para investigar la relación entre personalidad y factores antecedentes familiares como: la muerte de uno de los padres, el divorcio de los padres y sus representaciones actuales de la relación con sus padres durante la infancia. Los resultados indicaron una alta correlación entre el tipo de apego y los desórdenes de personalidad, recomendando realizar más investigaciones al respecto, con el objeto de seguir obteniendo evidencia empírica que demuestre que, el apego inseguro y la mayoría de los desórdenes de personalidad comparten antecedentes similares de desarrollo.
No descartamos con todo lo anterior la explicación orgánica del trastorno. Más aún cuando el desarrollo tecnológico ha permitido encontrar numerosas evidencias experimentales y clínicas sobre este trastorno afectivo. Algunas de las investigaciones más recientes (Lenti, Giacobbe & Pegna, 2000), se apoyan en un modelo neuropsicológico para identificar una lateralidad de las funciones emocionales desde el inicio del desarrollo, con dominancia del hemisferio derecho. Esto permitiría abordar el trastorno como una disfunción de hemisferio derecho, en pacientes de distintas edades. Y como éste, son muchos los estudios con diseños longitudinales (Pine, Kentgen, Bruder, Leite, Bearman, Ma & Klein, 2000) que siguen sugiriendo una relación entre la lateralidad cerebral y la psicopatología a lo largo del desarrollo.
De hecho, se ha evaluado la posibilidad de que la asociación entre el divorcio de los padres y la adaptación de los hijos esté mediada por factores genéticos, a través de estudios longitudinales con familias adoptivas y biológicas (O´Connor, Plomin, Caspi & DeFries, 2000). Los hijos biológicos de padres divorciados mostraron más problemas de conducta, abuso de sustancias y problemas de adaptación social, en comparación con hijos biológicos de familias intactas. Resultados similares se observaron en los hijos adoptados con padres adoptivos separados, en relación a las familias adoptivas intactas, aún cuando no hubo diferencias significativas en cuanto a la adaptación social. Esta y otras investigaciones que atribuyen un componente genético a los efectos negativos que se producen en los hijos debido a una situación de divorcio, por un lado sugieren que la influencia genética del divorcio no se da en forma directa sino sobre ciertos rasgos de personalidad asociados al divorcio. Otros han sugerido una influencia sobre rasgos de personalidad, que permiten no solo predecir el divorcio por sí mismo, sino también la tendencia a presentar los conflictos interpersonales y familiares que preceden y siguen a la separación de la pareja. Por ejemplo, Kelly (2000) concluye que muchos de los síntomas psicológicos observados en niños y adolescentes después del divorcio de los padres, pueden ser identificados en las etapas previas del divorcio. Y por ultimo, están aquellas investigaciones que sugieren una influencia sobre algunos índices de adaptación en los hijos, sobre todo los relacionados con problemas conductuales y emocionales, abuso de sustancias y autoestima entre otros. En definitiva, pareciera que los problemas conductuales en hijos de familias divorciadas son el resultado de cierta vulnerabilidad en los padres transmitida genéticamente, y que sumado a determinados factores ambientales logran expresarse en términos de conflicto.
El conocimiento de todo lo anteriormente señalado, obliga a seguir realizando investigaciones que permitan una mayor precisión al momento de hacer un diagnóstico de este trastorno, a partir de criterios fundamentados empíricamente (Goodman, Schwab-Stone, Lahey, Shaffer & Jensen, 2000). Sobre todo cuando sus efectos influyen negativamente en el normal funcionamiento de los adolescentes. Hasta ahora, uno de los instrumentos más válidos para el diagnóstico de depresión en adolescentes en un contexto clínico es el Inventario de Depresión de Beck (Beck Depression Inventory), a partir de cuatro factores principales que son: una actitud negativa sobre sí mismo, dificultades en el funcionamiento, síntomas somáticos y la preocupación física (Bennett, Ambrosini, Bianchi, Barnett, Metz & Ravinovich, 1997).
Para finalizar el presente ensayo, hemos decidido incluir igualmente algunas de las contribuciones más recientes en materia de psicoterapia para adolescentes diagnosticados con un trastorno de depresión, específicamente la psicoterapia cognitiva. Sobre todo porque a partir de la última mitad del siglo pasado, las investigaciones en psicoterapia se han visto en la necesidad de aumentar su rigor metodológico, y permitir con ello el comienzo de una nueva generación de investigaciones que evalúan la efectividad de la psicoterapia (Hibbs, 2001). Uno de las principales defectos metodológicos en la realización de algunos estudios es la utilización de muestras demasiado pequeñas para detectar diferencias entre dos o más grupos experimentales. Kazdin (citado por Diamond & Siqueland, 2001) argumenta que resulta esencial utilizar muestras conformadas por 150 personas como mínimo para detectar diferencias significativas entre grupos experimentales, y sin embargo pocos son los estudios que cumplen con este criterio.
Como una alternativa a la terapia con fármacos, la psicoterapia cognitiva promete ser una herramienta terapéutica estructurada y posible de realizar en un período corto de tiempo. En este sentido, Sauteraud, Marque & Bourgeois (1995) presentaron el caso de una adolescente de 18 años y con un diagnóstico de depresión crónica, con varios intentos de suicidio, varias hospitalizaciones previas y una psicoterapia psicoanalítica. Sin embargo, la verdadera recuperación se observó cuando fue sometida a 16 sesiones de psicoterapia cognitiva, utilizando el método Beck en combinación con fluvoxamina, cuyo efecto por sí solo resultaba insuficiente.
Rosselló & Bernal (1999) llevaron a cabo una investigación para evaluar la eficacia de la Terapia Cognitiva-Conductual (TCC) y la Psicoterapia Interpersonal (TIP), en una muestra de adolescentes puertorriqueños con un diagnóstico de depresión y asignados a tres condiciones: TCC, TIP, o LE (lista de espera). Se evaluaron los síntomas depresivos, la autoestima, la adaptación social, el ambiente emocional en la familia y la presencia de problemas de conducta; antes del tratamiento, después del tratamiento y tres meses después de finalizado el mismo. Los resultados indicaron que la TIP (82%) y la TCC (59%) lograron reducir significativamente los síntomas de depresión en comparación con el grupo de adolescentes en lista de espera.
Birmaher, Brent, Kolko, Baugher, Bridge, Holder, Iyengar & Ulloa (2000), no observaron diferencias significativas en los resultados a largo plazo de una investigación longitudinal que incluía en su diseño una terapia cognitiva-conductual, una terapia familiar sistémica y una terapia de apoyo no dirigida. No obstante, aún cuando la mayoría de los participantes de este estudio eventualmente lograron recuperarse, aquellos con una depresión severa y con conflictos en la relación padre-hijo, presentaron un mayor riesgo de desarrollar una depresión crónica o recaídas. Más reciente aún, Diamond & Siqueland (2001) demostraron que la terapia cognitiva-conductual resultaba ser más efectiva que otras intervenciones para el tratamiento de los adolescentes con un trastorno depresivo mayor, logrando reducirla incluso más rápido que la terapia familiar y la terapia de apoyo.
Un aspecto que no quisiéramos dejar de mencionar es, que la depresión parece tener mayor consecuencias a lo largo del tiempo en lo concerniente a la autoeficacia, sobre todo en las adolescentes mujeres (Bandura, Pastorelli, Barbaranelli & Caprara, 1999). Muris, Schmidt, Lambrichs & Meesters (2001), llevaron a cabo recientemente un estudio con miras a determinar los factores protectores y de vulnerabilidad en el desarrollo de síntomas depresivos. Observaron que la depresión estuvo relacionada con niveles altos de rechazo por parte de los padres, atribuciones negativas, estrategias de enfrentamiento pasivas y bajos niveles de autoeficacia. En este sentido, proponen un modelo que considera a las conductas parentales negativas y los estilos de atribución negativa como fuentes primarias del trastorno depresivo, mientras que los estilos de enfrentamiento y la autoeficacia juegan un papel de mediadores en la formación de los síntomas depresivos.
Un estudio realizado por Grossman & Rowat (1995), permitió analizar el impacto que tiene la calidad de la relación de pareja y la relación familiar sobre las estrategias de enfrentamiento, el apoyo recibido y el bienestar psicológico de los adolescentes miembros de familias separadas, divorciadas y casadas. Demostraron que la existencia de una relación parental poco afectiva y la ausencia de una estructura familiar sólida, estaba asociada con una baja satisfacción personal y sentido de futuro; así como por altos niveles de ansiedad en adolescentes miembros de familias con padres divorciados. Huss & Lehmkuhl (1996) también indicaron que las familias con un clima familiar de apoyo caracterizado por la confianza y el control, era un importante predictor de estrategias positivas y activas de enfrentamiento. En cambio, aquellas familias con un clima familiar menos afectivo permitía predecir estrategias de evitación.
La prueba más evidente para los hijos de una ruptura familiar, es la ausencia de uno de los padres en el hogar, lo que es experimentado en ocasiones con sentimientos de rabia y tristeza. Ante esto, los padres pueden reaccionar de distintas maneras:
Comparten con los hijos el enojo que sienten por el ex-cónyuge (“No se hablan desde que se separaron”).
Desplazan el enojo que sienten hacia los hijos (“Si no hubiera sido por ti a lo mejor estaríamos casados todavía”).
No responden a las necesidades de los hijos por estar pendientes de sus propias necesidades (“Casi no lo vemos nunca”).
Se conversa de temas personales y propios de la pareja con los hijos (“Siempre se vive quejando del otro cada vez que tiene la oportunidad”).
No se fijan los límites apropiados.
Se responsabiliza a los hijos mayores del cuidado de los menores (“Me preocupa que no pueda terminar mi carrera a tiempo para poder pagarle la carrera a mi hermana”)
Si los hijos se desarrollan en un ambiente favorable como en el caso de Jorge, en donde ambos padres ejercen una función paterna conjunta y muestran una conducta que es percibida por Jorge como consistente, permite explicar mejor su adaptación frente al divorcio de sus padres. Todo lo contrario se observa en el caso de María, donde la separación se produjo de manera destructiva, desarrollando en la paciente disfunciones cognitivas asociadas a sentimientos de culpa, abandono e inadaptación social. En este caso, es evidente que cada ex-cónyuge logre mantenerse intensamente involucrado con cada uno de sus hijos, de manera que les sea posible conservar o recuperar la confianza en sí mismos y poder enfrentarse a las necesidades de sus hijos sin la presencia del otro como pareja.
Partiendo del supuesto de que, el padre facilita en cierta forma el proceso de individuación en la relación madre-hijo, una situación de divorcio termina complicando este proceso. Saintonge, Achille & Lachance (1998) realizaron una investigación con adolescentes hijos de padres separados y con la figura de un hermano mayor como sustituto de la figura paterna, quienes fueron comparados con un grupo control conformado por adolescentes sin hermanos mayores. Los resultados indicaron que aquellos adolescentes con la figura de un hermano mayor, estuvieron menos afectados por la separación de los padres que aquellos que no tenían dicha figura paterna sustituta.
Todos estos resultados dejan ver la importancia de realizar intervenciones con los adolescentes, considerando el contexto de las relaciones familiares. Razón por la cual se decidió utilizar del genograma para identificar las etapas del ciclo vital y los aspectos relacionales presentes en la familia (Revilla de la, Constan, Ubeda, Fernández, Fernández & Casado,1998; Patiño & Vázquez, 2000).
En este sentido, los hijos deben ser considerados tanto en el contexto previo como en el contexto posterior al divorcio, ya que la mejor decisión es aquella que menos los perjudique y no sólo aquella que más conviene a la pareja que desea separarse. En otras palabras, aún cuando la pareja que presenta el conflicto llega a dar por finalizada la relación conyugal en términos de divorcio, es supremamente importante que ambos padres mantengan y compartan la "función parental"; de lo contrario dicha situación puede generar ambivalencia y la formación de coaliciones con los progenitores, afectando el bienestar psicológico de los hijos. Lo ideal sería que los padres de María logren separar los resentimientos que resultaron de la situación de divorcio, y que sean capaces de tolerar las frecuentes comunicaciones en torno a las decisiones que afectan la crianza de sus cuatro hijos.
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Nelson Valdés Sánchez
Licenciado en Psicología
nvals@hotmail.com
nlvaldes@puc.cl